martes, 17 de septiembre de 2013

LA PERRA POLLERA

Tradicionalmente desde los 30s y 40s en Tulancingo se hace el tianguis los días jueves; cada ocho días el señor Sixto ensillaba su caballo, se afeitaba, ya dispuesto tomaba rumbo a la ciudad. Su caballo negro pajarero como la noche, relinchaba y pateaba el suelo; era un animal precioso, pero de tan ligero, a veces despertaban sus instintos brutales, que daba miedo.
Al llegar a la gran ciudad, al corcel lo encargaba en casa de uno de sus amigos, el caballerango enamorado se dirigía a la calle 21 de marzo en busca de su prometida donde pululaban los vendedores de animales; ahí estaba la pollera, así le llamaba doña Ernestina, esposa del enamorado Sixto. Doña Ernestina conocía muy bien a la pollera; eran amigas, a veces intercambiaban sus animales, hacían sus trácalas y en esos intercambios comerciales la pollera iba tomando terreno para ganarse los encantos de Don Sixto, y sí lo logró, porque él en muchas ocasiones cuando se emborrachaba no dejaba de tararear una melodía que entonaba a la pollera, aunque la voz se quebraba, no se entendía bien el mensaje, pero él cantaba y por las noches despertaba espantado y sudando después de la resaca del día, por las grandes cantidades de pulque que se metía y más cuando no podía ir a Tulancingo, pues no veía su pollera. El recuerdo le revoloteaba su pensamiento y entonces le tupía duro a la sangre de pichón.
Los años transcurrían y los tortolitos enamorados continuaban su romance, doña Ernestina ya no se extrañaba cuando su marido llegaba a casa rasguñado de la espalada o pintarrajeado de los pómulos, la camisa olorosa a gallina o guajolote mojado, porque Don Sixto era ya socio de la pollera, él hacía los cobros los días jueves en la plaza, él controlaba las finanzas de su pollera.
El hogar de Don Sixto reventó, una crisis endémica doméstica acabó con cientos de gallinas y doña Ernestina dejó de ir a Tulancingo a ofrecer sus animalitos, más o menos unos diez años; claro que ella iba una vez por año, en ese tiempo también el enamorado de la pollera dejó de ir, con qué, si el dinero estaba demasiado escaso y además el corcel iba en decaimiento por falta de comida, por fin murió. Ahora sí, cómo se trasladaría a tan lejana ciudad, en el corcel todo se podía, tres o cuatro horas para llegar. Cierto día, Don Sixto tomó su gabán, un machete, su morral y un garrafón con diez litros de pulque. Siete horas caminando y por fin llegó a la plaza. Cuando la pollera lo vio, hizo un gesto de desdén, el enamorado se dio cuenta, y al estar de frente ambos, él sacó el machete y le arrimó siete cintarazos, entonces ella tomó dos piedras en ambas manos, le dijo que ya no le pegara, él no hizo caso, de repente la sangre comenzó a correr a borbollones, Don Sixto estaba agonizante; tres grandes hoyos en la costilla derecha, una rajadura como de cuatro centímetros en la nuca y siete dientes caídos, esto fue lo que le había propinado su querida pollera. Al hospital general llegaron los diecisiete hijos de Don Sixto, entre ellos siete engendrados con la pollera, de eso casi no se sabía; los enamorados no habían revelado nada de ello.
Después de la recuperación, el enamorado regresó a su pueblo; pero antes había amenazado de muerte a la pollera, ella dio parte a la autoridad local y dejaron de verse unos cuantos años.
Una mañana rondaba la casa de doña Ernestina una hermosa perra de esas cazadoras, con sus orejas enormes que casi pegaban al suelo, sus patas gordas, un hocico entre café y negro, el cuerpo alargado, en su cabeza portaba un moño rojo, parecía perra de rico; llevaba collares en las patas, en el pescuezo y en las orejas unos aretes relumbrantes como el sol.
El martirio comenzó, la perra aparecía por todos lados; se presentaba más donde andaba Don Sixto, las gallinas y demás aves desaparecían con frecuencia, no había motivos de ello. Al animal le pegaban, le echaban otros perros más grandes que ella para desaparecerla o matarla, pero siempre salía ilesa, ningún rasguño, era una verdadera guerrera, acabó como con unos ciento veinte perros de los vecinos, a todos se los echaba al suelo.
La familia estaba harta, todos los días la perra amanecía bien bañada y con sus mismos adornos, iba engordando, se veía más radiante, hacía muecas de cariño a Don Sixto, se le subía en sus piernas, le lamía las manos, casi se reía con él. Una noche cuando doña Ernestina se disponía a dormir, escuchó una voz muy lejana que le decía: apártate de mi hombre, si no lo haces, esta misma noche te mato. Esto sí atemorizó a la doña, no pudo dormir; soñó monstruos como pulgas, víboras con patas y ojos de pinacate, sapos rojos, toros gigantes, gallinas de siete patas, patos sin alas; todo lo que soñó se deformó al siguiente día. Don Sixto no despertaba, eran las 11:30 de la mañana, de repente sudando de miedo gritó, hasta el petate se paró solo y se enredó quedando en el rincón del único cuarto de cuatro por cuatro donde dormían los doce de la familia, como si lo hubiesen acomodado con mucho cuidado.
La noche de un lunes caía, más o menos eran las siete, la perra llegó con siete cachorros, todos ellos del mismo color y las mismas características que ella. Uno de ellos lanzó un ladrido escuchándose como el silbido del tren, en el aullido casi se percibía la palabra papá. Esto sí espantó a Don Sixto, tomó la retrocarga de ciento cuarenta y seis tiros, apuntó a la perra, le disparó y las balas no le hacían nada. Parada y con la cabeza erguida, dio media vuelta, salió donde estaban las dos familias y se fueron. De pronto un ventarrón arrasó con la casuchita de adobe y lámina de cartón. En medio de la noche como pudieron, la familia de Don Sixto se escondió debajo de los dos árboles de aguacate cimarrón, y la lluvia combinada con estruendosos rayos se precipitaba aún más. Nadie daba crédito a lo que la familia estaba viviendo, esa noche fue eterna, no supieron si durmieron, platicaron, roncaron, simplemente andaban como mudos. Nada había al día siguiente, el corral de los animales estaba vacío, Don Sixto ardía en calentura, sus pies engarrotados, la boca de lado, en su cabeza se erguía una cresta de guajolote y su voz semejaba un perro ladrando de dolor, no se le entendía nada, quería hablar, pero sus manos no le ayudaban ni siquiera para hacer señas, tenía las uñas desgarradas.
Los hijos de Don Sixto huyeron y no se supo dónde quedó su paradero, uno de ellos el mayor, murió. Y Coleta la mamá de Don Sixto aseguraba que lo había matado la pollera, porque era nahuala de las que sí se convertían en cualquier animal y de diferentes tamaños, pero doña Ernestina se resistía a creer eso de la pollera, si eran íntimas amigas.
Coleta, una señora flaca de estatura baja con ínfulas de grandeza, era respetada por sus vecinos, a ella no le podían faltar el respeto porque de inmediato hablaba de hechicerías y males que ni Dios quitaba, así amenazaba a los que le hacían algo malo o le robaban. Un jueves decidió ir a Tulancingo, puso sobre el lomo de su burro blanco preferido tres costales acolchonados, lo montó y tomó el camino largo por las llanuras, salió a las cinco de la mañana y llegó a las tres de la tarde a la calle 21 de marzo donde estaba sentada la pollera en una silla de ruedas. En sus propiedades de la pollera había mil quinientos treinta y nueve guajolotes, ochocientas noventa y dos gallinas, setecientos gallos de combate, dos mil veinte pollos y novecientos setenta y nueve patos. Entre este animalerío había unos marcados de las patas, Coleta de inmediato los reconoció, eran suyos. Cuando terminó de contar eran como las siete de la tarde. Se enfureció, volvió a donde estaba la pollera, la agarró de las greñas, la arrastró tres cuadras hasta la calle Miguel Hidalgo y regresaron a las propiedades de la pollera con otra arrastrada; el burro cansado y sin tragar lanzó un reparo y le rompió un pie a la pollera. Llegó en seguida la policía junto con el Juez, que era amiguito de Coleta, por lo que ningún daño se le imputó, enfrente había una cantina, Coleta pagó los refrescos amargos y asunto arreglado, mientras la coja pollera postrada en la silla de ruedas yacía llorando por sus animales que habían sido confiscados unos, y el resto iba a ser enviado al pueblo de Coleta.
Cuatro días después llegó al pueblo la rescatista de los animales, es que la juerga con el Juez se alargó, quien sabe dónde se metieron, pero llegó y el Comisariado del pueblo se sorprendió por la manada de animales que había en los corrales de Coleta. La citó para interrogarle sobre el animalerío, pero Coleta se defendió, no pasó nada. Citó luego el Comisariado a Don Sixto para preguntar qué había sucedido con sus hijos, y el enamorado de la pollera ni pío, se le había ido el habla. Estaba turulato, el semblante se le había perdido; por ende, el Comisariado dio parte a Pachuca con la autoridad competente, vinieron unos peritos a levantar las actas de los hechos, y nada, no encontraron indicios para llevar ese tipo de casos. Raro, muy raro, decían los peritos; jamás hemos tenido casos como éste. No hicieron nada, así se quedó todo, como llegaron se fueron.
Pasaron siete meses y Don Sixto recuperó el habla, de pronto vino un recuerdo. La perra había dormido una noche junto a él, le lamía la boca, y esa noche no supo qué más pasó, pero otras dos noches la perra se acercaba justo donde él dormía y le hacía mimos en las orejas y él rápido se quedaba dormido. Sus ganas por recordar le hicieron armarse de valor y un día por la mañana fue a ver a su mamá Coleta para que le emprestara el burro blanco para ir a Tulancingo, y le dijo que tomara precauciones porque las nahualas son capaces de recuperar todo en segundos. Sí, yo la dejé inmóvil, pero tal vez ya esté en pie, así le advirtió a su desvalido hijo enamorado. Todo tembleque pudo montar el fino animal, en el camino tuvo deseos de regresar a casa, tenía mucho miedo, una vocecita susurraba diciendo que no se acercara a esa mujer, porque era mala y podría desaparecerlo para siempre. Aún así, el valor y más el coraje que le había inyectado la pollera, hizo que continuara su largo viaje. Allá estaba la pollera con siete hombres armados hasta las orejas, eran unos hombres robustos, Sixto como pudo se coló entre la gente, puso unas trampas con varas de membrillo, chichicaste, hojas de mala mujer e higuerilla. Acercó un poco de petróleo con palillos de ocote y les prendió fuego, la gente asustada comenzó a correr y como los hombres ya tenían en sus pies un montón de follajes, quisieron correr, se tropezaron y caían como milpas cuando hace aire.
Esta oportunidad fue para Sixto, la mejor de su vida. La pollera estaba atónita por lo que veía, se quedó inmóvil, luego su enamorado tomó el machete y comenzó a pegarle por todos lados, voló una mano de la pollera, después le cortó una pata y ésta comenzó a bailar; al ver esto, los transeúntes se horrorizaron y casi no volteaban a ver aquel sanguinario combate entre dos enamorados.
Finalmente la pollera tendida en el suelo se elevaba como sanguijuela, de su boca salía espuma amarilla y café, sus ojos morados irradiaban fuego y de las orejas salían gusanos de tres metros de largo. La gente no daba crédito a esas visiones, Don Sixto espantado también, por una hora desmayó, cuando se recuperó ahí estaba su mamá montada en el caballo negro que hacía años estaba muerto. Nuevamente se desmayó nuestro enamorado, y cuando despertó estaba en su casa, doña Ernestina limpiaba su rostro con un pañuelo azul, era de la pollera.
De la nahuala o perra pollera, doña Rosa, no se supo nada, como si la tierra se la hubiera tragado. Dicen que los siete perros con los que se hacía acompañar en el pueblo, una que otra vez se dejan ver detrás de los magueyes y los nopales, y nada más.


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